De cómo un restaurante da mucho más que comida
El vínculo emocional
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Desde hace meses uno de los temas pendientes para nuestra sección “ De cómo…” era explicaros el vínculo emocional que se desarrolla con los locales de restauración. Creo que en estos momentos es mi granito de arena personal.
Comer es cultura, no hay dos familias que coman lo mismo, tengan las mismas tradiciones, los mismos gustos, no todos le damos la misma importancia a la alimentación… Tampoco hay dos restaurantes iguales, aunque tengan la misma carta.
La sofisticación alcanzada en las cocinas hecha a partir de un acto vital determina que es algo más que eso.
Los expertos en historia o antropología de la alimentación fijan el descubrimiento del fuego como el inicio de la cocina. Hasta entonces era poco más que cazar y comer, aunque también había una cultura relacionada en ello (quién salía a cazar, como se repartía el alimento…)
No os voy a agobiar con datos históricos, sólo quiero que tengáis en cuenta que normalmente a lo largo de la historia los grandes hechos se han acompañado de grandes comilonas: con sus rituales, sus tradiciones… Nadie entiende una boda sin banquete, por ejemplo.
Cuando decidimos ir a un restaurante esperamos mucho más que saciar el hambre, esto parece claro para las nuevas generaciones que buscan sentirse partícipes de una experiencia que englobe decoración, tendencias, poder compartir el momento… Hace unos años nos bastaba con saciar el hambre en ciertos lugares y acompañar la experiencia de cierto reconocimiento de estatus (leáse hacernos los snobs yendo a sitios caros).
A esas experiencias se le añaden ciertos sentimientos generados por la comida, el entorno, la compañía… Que actualmente son medidos y calificados por expertos de marketing para replicar (o intentarlo, que no lo tengo yo tan claro…) modelos que funcionan.
Los que visteis nuestro vídeo sobre el marketing en gastronomía ya sabéis cual es nuestra opinión: Nada se puede falsear el suficiente tiempo como para que perdure, no puedes vender lo que no eres y si lo intentas, probablemente no sea tu fuente de ingresos durante mucho tiempo.
Os explicaré una anécdota que ejemplifica adónde quiero ir a parar entre antropología, historia y marketing…
Hace ya 13 años que Juan y yo cruzamos nuestras vidas, fue estudiando cocina. Por aquel entonces no andábamos sobrados de dinero (ahora tampoco…) Él tenía trabajo, yo no y pagar las mensualidades de la academia, que acabarían siendo “las academias” se convirtió muchos meses en un quebradero de cabeza (¡Gracias papis por echar las dos manos para ayudar!).
No había dinero para ir a probar grandes restaurantes, no había dinero para hacer viajes gastronómicos… Pero si había ganas de comer, de probar cosas nuevas, de abstraerse de las cocinas y de porqué no decirlo, de ser servidos y desconectar.
Nos aficionamos (verás como llueven críticas por esto) a un japonés bufet libre. Allí podíamos ir varios días por semana, estaba rico, bien llevado, correcto (sin aberraciones al país nipón)… Allí comíamos a la vez que nos conocíamos.
Cuando nos mudamos a Londres echábamos de menos el lugar, no sé si añorábamos tiempos pasados, la ciudad, la comida, los atracones… Cada vez que veníamos a Barcelona acabábamos comiendo allí y viajábamos en el tiempo por una hora. Más tarde en vez de ir dos, fuimos tres y curiosamente los camareros se acordaban de nosotros y nos preguntaron porque ahora nuestras visitas se espaciaban. Ellos también se habían acostumbrado a vernos allí, siempre nos daban la misma mesa, y qué queréis que os diga, sin aquella mesa las conversaciones no eran las mismas. Llegamos incluso a habilitar un rescate emocional en tiempos de crisis que pasaba por acudir a comer allí; vivíamos en Londres pero la opción de ir allí determinaba la gravedad de necesidad de viaje.
Lo mismo nos pasó con los desayunos en vacaciones en la cafetería del barrio. Durante casi 7 años nuestras vacaciones en Barcelona pasaban por desayunar allí. Por mucho que digan un desayuno inglés no baja siempre y un café con bocadillo de tortilla sí.
Nosotros crecimos y ellos nos acompañaron, incluso en momentos duros en los que no dudaron en preguntar cada vez que nos veían y preocouparse.
En ninguno de los dos casos eran familiares, ni intercambiamos teléfonos, simplemente acudíamos a comer, a pasar el rato. Se desarrolló una sensación vinculada al hecho de ir allí. Tenía mucho que ver nuestro momento vital, su servicio, el producto, el precio, el lugar… Era una mezcla de todo eso, mezcla no cuantificable y me atrevo a decir que imposible de duplicar.
Ahora en la distancia me pasa lo mismo con las “jacket potatoes” de Covent Garden o incluso con mis tan amados chorizos “ceboleiros” gallegos que me llevan directamente a la cocina de mi infancia.
Ahora que estamos en casa, con los locales cerrados, poco me atrevo a decir al respecto. Sé que hay mucha gente sufriendo y ante eso mi mayor respeto se muestra con la empatía y el silencio. Al igual que esos dos locales y sus trabajadores forman parte de nuestras vidas, estoy segura de que todos los que estamos en casa formamos parte de la historia de otros también gracias a nuestro trabajo.
Me atrevería a decir que aunque muchos echen de menos la comida que sirven en los restaurantes, lo que más anhelamos no está en la carta.