De cómo un día casi me como un estropajo. De metal, por supuesto
(¡Qué maravilloso uso de las tildes!)
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Que nadie se alarme, no me ha dado por comer cosas raras.
Hace unos meses, en un restaurante de una calle muy céntrica y turística abrí el bocadillo que acababa de pedir y adentro encontré un trozo de estropajo de metal.
Debimos levantarnos de la mesa en el momento en que vimos que las salsas estaban rellenadas. Sí, señores, somos capaces de diferenciar ketchup bueno del malo. No nos fuimos y nos equivocamos.
Quiso la vida que me encante la mostaza y al abrir el bocadillo para echarla viera el metal en cuestión. Tengo mucho que agradecerle a la mostaza pero ese día es el más importante en nuestra relación.
Temblé cuando tuve que quejarme. No acostumbro a quejarme, por aquello de ser comprensiva con los colegas de profesión. Esta vez, tenía que hacerlo.
Yo y mi hipocondría echamos a volar la imaginación en un panorama nada agradable : una sala de hospital con perforación intestinal y un millón de complicaciones añadidas.
Para los que no seáis de la profesión, debo aclarar que los estropajos de metal están desaconsejados en España en el sector hostelero. En otros países como Reino Unido, están prohibidos. Los estropajos conocidos como «nanas» se deshacen y es incontrolable saber adónde han ido a parar sus partes (¡A mi bocadillo!).
Existen unas esponjas con cierto aspecto metálico que sí están permitidas y no se desmiembran. Supongo que esperaremos a que alguien se perfore el intestino para prohibirlos y esperaremos, después de la prohibición, a que la gente quiera cumplirla (en este país funcionamos al ralentí…)
Lo dicho, me desagradó terriblemente quejarme. Se llevaron el bocadillo y lo sustituyeron por otro igual (que examiné minuciosamente).
¿Creéis que me invitaron al bocadillo nuevo? No.
¿Creéis que algún responsable supo del error para que no vuelva a suceder? Ésta es una incógnita sin resolver. Sé que los camareros se disculparon, pero no tanto ni tan bien como merecía el estropicio.
Es sencillo comprender que en un local donde se utilizan planchas, usen estropajos de acero para limpiarlas. Muchas veces por ahorrar dinero en productos químicos y en la formación necesaria para utilizarlos, forzamos al personal a hacer tareas que de otros modos serían más fáciles y rápidas.
Si además tenemos el personal justo es fácil que después de haber descuartizado al pobre estropajo contra la plancha no tengan tiempo de ver si ha quedado limpia o sólo sin grasa.
Si los responsables de esa cocina hubieran limpiado alguna plancha habrían podido prever el percal que podían liar. ¿O quizás serán los de compras que prefieren comprar «nanas» en vez de las esponjas metalizadas? (qué mal pensada soy…)
Demasiadas preguntas… ¡Controlad vuestras cocinas y no me deis nunca estropajo para comer!